Duelo por mi hermana
22 de julio de 2008
Por MARÍA JIMENA DUZÁN
La primera vez que oí hablar de alguien que hubiera iniciado «el viaje» fue a una mujer de inmensos ojos azules que conocí en una reunión en Belfast, durante un viaje por Irlanda del Norte. Como muchas mujeres de su generación —no tenía más de 35 años—, había sido víctima de la violencia política y religiosa que asoló a su país hasta hace poco. Su infancia la pasó esquivando atentados, asistiendo a funerales y visitando en las cárceles a su padre y a sus hermanos, como sucedía con casi todos los militantes del entonces proscrito ejército IRA, una guerrilla católica, de corte nacionalista —que a mí se me asemeja al M-19.
Al igual que muchas mujeres de Irlanda del Norte, ella fue criada en un ambiente segregacionista: sus amigos siempre fueron católicos, como su colegio y el barrio en el que vivió. Por años nunca se cruzó en la calle con ningún protestante y se acostumbró a convivir con esa estética violenta y desoladora que imponen los «muros de paz», unas paredes de cemento que se siguen construyendo hasta hoy en algunas zonas de Belfast, con el propósito de separar los barrios católicos de los protestantes.
Al principio no supe a ciencia cierta a qué se refería esa mujer, cuando hablaba de «el viaje». Sin embargo, al cabo de unos minutos entendí que no se trataba de un viaje cualquiera, sino de uno en especial que le cambió la vida: un viaje íntimo e ineludible hacia los más profundos sótanos de nuestra condición humana; uno que acabó por liberarla de todos esos odios apresados con los que había malvivido y que le permitió acometer un acto de contrición insospechado: el de confrontar a su victimario, cara a cara, como siempre lo había deseado. Pudo mirarlo a los ojos sin el menor reparo y sin el menor asomo de cobardía. Si algo le envidiaba yo a esa mujer era su mirada franca, altiva y transparente.
Sin que me lo hubiera propuesto, de cierta forma, yo emprendí mi propio «viaje» como el que emprendió esa mujer de mirada diáfana y cristalina. Un viaje doloroso y desgarrador hacia lo más profundo de mis entrañas de mujer agnóstica y racional.
Por eso digo que estas líneas están escritas a cuatro manos: las empezó escribiendo la periodista que hay en mí —sí, cómo no, soy periodista—, pero el viaje hacia ese infierno lo hizo la víctima, la hermana de Silvia Duzán, también reportera, asesinada por los paramilitares en febrero de 1990, en una masacre en Cimitarra, junto con cuatro líderes campesinos de esa región.
Comenzaré por decirles que mi historia es, hasta cierto punto, insignificante: en realidad es una más entre las muchas que hay en Colombia hibernando en la desmemoria. Por lo pronto, solo quiero que sepan lo siguiente: pertenezco a ese inmenso número de colombianos que han sido víctimas del conflicto en el país. La cifra más reciente dice que somos cerca de tres millones de colombianos. Sin embargo, ese número es tan arbitrario como la guerra misma, porque en realidad corresponde al número de desplazados registrados por la oficina de
Lo que sí les puedo asegurar es que yo soy una víctima de las miles que han dejado los paramilitares; ese temible ejército privado, que desde finales de los ochenta y en alianza con el narcotráfico, decidió tomarse a sangre y fuego pueblos enteros, masacrando a la población campesina para hacerse a sus tierras. A pesar de que las masacres por ellos perpetradas han escrito con sangre uno de los capítulos más horrendos de nuestra historia reciente, hasta hoy, la mayoría de sus crímenes siguen impunes, como el asesinato de mi hermana Silvia y de los cuatro líderes campesinos de Cimitarra.
Los paramilitares justifican las atrocidades cometidas en esa guerra, con el argumento de que ese fue el precio que el país tuvo que pagar para desterrar a las Farc de esos territorios y liberarnos a todos de semejante yugo. Yo, desde mi humilde rincón, digo que los colombianos pasamos de los atropellos de las Farc a los atropellos de los paramilitares y que estos, más que un ejército privado creado para defender a los campesinos y hacendados de los atropellos de las guerrillas, fueron un ejército que se constituyó con el fin de forzar en el país una contrarreforma agraria que les permitiera a los paras y a sus aliados concentrar en sus manos untadas de sangre las mejores tierras de este país. Los paras no consiguieron derrotar a las Farc, pero en cambio hoy tienen en sus manos, el 46% de las mejores tierras del país.
Y mientras las Farc, con sus secuestros, con sus extorsiones y con sus minas antipersonales consiguieron el repudio de la gran mayoría de los sectores de la población, los paras, en cambio, despertaron grandes simpatías en las élites rurales —cada vez más penetradas por el narcotráfico— y en un círculo bastante amplio de oficiales del ejército colombiano. Su aceptación social vino de contera.
Tengo la impresión, ahora que estoy recordando estos episodios, de haber vivido una guerra que los medios nunca cubrimos como tal. Aún me pregunto cómo fue que ni la prensa internacional, interesada en guerras más evidentes, ni la prensa nacional, de cabeza en el proceso 8.000, se percataron de lo que años después hemos venido a saber: que entre 1989 y el 2002 murieron asesinados cerca de 20.000 colombianos a manos de los paras, muchos de los cuales fueron descuartizados vivos. Yo misma cubrí algunas de las primeras masacres perpetradas por los paras a finales de los ochenta y a comienzos de los noventa, y lo hice como si estos actos macabros fueran hechos aislados y no evidencias de una guerra sin cuartel que se estaba librando.
Anna Arhendt dice que los alemanes no denunciaron la existencia de los campos de exterminio de los judíos sino mucho tiempo después, no solo porque la propaganda de Hitler convenció a muchos alemanes de que los judíos que se montaban en los camiones iban a ser deportados, no exterminados, sino porque las guerras degradan a la sociedad que las padece y quitan los resortes que nos permiten reaccionar frente a la barbarie. Guardadas proporciones, eso también pasó en mi país. Me pasó a mí, aunque me duela aceptarlo.
Me interesa que ustedes sepan sobre mí una cosa más: que soy una víctima afortunada, si es que acaso existe alguna fortuna en semejante desgracia. A mí por lo menos me entregaron el cuerpo de mi hermana. No tuve que pasar por el drama que han tenido que enfrentar muchas personas en Colombia, quienes aún esperan que los paramilitares se compadezcan con su tragedia y les digan dónde están enterrados los cuerpos de sus seres queridos.
Pero también diría que soy una mujer privilegiada. A diferencia de las víctimas de las Farc, que en buena parte provienen de zonas urbanas y pertenecen a familias de profesionales, lo que las hace algo más visibles a los medios de comunicación, la mayoría de las víctimas del paramilitarismo son mujeres campesinas y anónimas; madres cabeza de familia de escasos recursos que viven en pueblos alejados, de difícil acceso.
Yo, en cambio, he tenido la fortuna de estudiar en un colegio privado, de ir a
Por cuenta de lo que me pasó, he tenido la oportunidad de mirar con otros ojos a esas viudas y a esas madres que han visto morir a sus esposos y a sus hijos, bajo las balas. Sus testimonios crudos y dignos no los he podido olvidar, ni cuando me sumí en la desmemoria. En cambio no recuerdo ninguna frase memorable pronunciada por ningún presidente o líder político nacional ni extranjero de los tantos que he entrevistado en 20 años de vida periodística.
Mi condición de víctima oficial la adquirí hace poco y la historia es más o menos la siguiente: en agosto de 2005, el Congreso colombiano aprobó
La ley fue aprobada en medio de una tremenda polémica nacional porque no fue producto de un consenso político. A última hora, el gobierno no incluyó en el proyecto final las propuestas hechas por los ponentes, las cuales provenían no solo de la oposición sino de las filas del uribismo. Su gran reproche era que se trataba de una ley que pensaba más en los victimarios que en las víctimas. Afortunadamente, cuando la ley llegó para su control a
Desde mi trinchera de periodista controvertida y polémica —así se me conoce en ciertos círculos políticos y sociales— asistí a la aprobación de la ley con un interés inusitado. Al comienzo de los debates el proyecto me pareció farragoso: era evidente que el gobierno se estaba viendo en aprietos para deslindar el paramilitarismo del narcotráfico. Me parecía una división tan inocua como degradante que me recordaba una conversación que alguna vez tuve con una familiar de uno de los jefes paras desmovilizados. «Vengo a entrevistarme con usted para aclararle que mi hermano sí es paramilitar, ¡nunca narcotraficante!», me aclaró la señora, como si traficar con coca fuera peor visto que asesinar a campesinos con motosierra.
Sin embargo, pese a estos reparos y a otros que no menciono, la ley tenía una virtud invaluable para mí: por primera vez, nos daba a las víctimas del paramilitarismo la visibilidad que hasta ahora el Estado nos había negado y pensé que después de tantos años de impunidad, esa podría ser una señal de que el viento empezaría a soplar a favor nuestro. Pero además, si esta ley lograba desmovilizar a los paras y si estos a su vez dejaran de matar y de narcotraficar —según informes de
En un acto de optimismo inusitado en mí, decidí poner a un lado los reparos que le tenía a
La noticia de su desmovilización me produjo un sabor agridulce, porque despertó memorias de épocas aciagas que quería olvidar.
Durante casi 20 años, Ramón Isaza había sido el jefe supremo del paramilitarismo en el Magdalena Medio, y yo y medio país sabíamos que en esa vasta zona no se movía una hoja sin que él lo autorizara. Su búnker, bien conocido por todos los pobladores del Magdalena Medio, quedaba en su finca Las Mercedes, situada en un pequeño pueblo donde ‘Don Ramón’ solía despachar como amo y señor de la región. Durante muchos años, y mientras que el paramilitarismo cometía las peores masacres en el país, Isaza vivió allí plácidamente como un gran notable, como un gran señor.
Esa noche, en compañía de mis hijas y de mi esposo —fui madre tardía, como ya lo verán—, vi por la televisión cómo Isaza entraba a la cárcel
El 12 de marzo de 2007, Ramón Isaza fue llamado a rendir versión libre ante
Isaza afirmaba semejante mentira, con una propiedad casi melodramática. Recordé cómo bajo su dominio se sucedieron varias de las masacres más macabras ocurridas a finales de la década de los ochenta. Una a una, fueron reviviendo en mi memoria, como si nunca las hubiera olvidado: ahí estaba la de los 19 comerciantes de Barrancabermeja, asesinados en una carretera a las afueras de ese puerto petrolero a finales de 1988. Sus cuerpos fueron echados al río como si se tratara de basura.
A los pocos meses de ese horror, una comisión de fiscales que iba a investigar la masacre de los comerciantes asesinados en Barranca fue acribillada por grupos paramilitares como si fueran animales de monte, cerca de
Fue también bajo el mandato sanguinario de Ramón Isaza que ocurrió el infausto capítulo protagonizado por el mercenario israelí Yair Klein, el ex militar que llegó al Magdalena Medio, recomendado por varios generales activos, con el propósito de entrenar al primer ejército paramilitar que se creó en el país, hace ya 25 años. Yair Klein vino a Colombia varias veces y pudo salir y entrar del país sin ningún problema. Durante sus largas estadías en el Magdalena Medio, entrenó a los paras en el arte de la guerra, les enseñó a hacer bombas y a preparar atentados, muchos de los cuales acabarían asesinando prácticamente a una generación de candidatos presidenciales, exterminando a los miembros de
La última vez que se supo de Yair Klein fue a comienzos de los noventa, cuando salió del país de manera clandestina, antes de que la justicia lo capturara. En mayo de 2008, el gobierno del presidente Uribe lo pidió en extradición a Rusia, país donde el mercenario se encuentra hasta hoy pagando una pena, pero la solicitud fue negada. El argumento que adujeron no deja de ser una pieza digna del teatro del absurdo: según ese gobierno, Colombia es un país muy inseguro y la vida de Klein corre peligro. ?
Todo esto no me lo inventé yo, desde luego. Gran parte de lo que estoy rememorando se lo contó a Fernando Cano, entonces director de El Espectador, un hombre de ellos, un paramilitar arrepentido llamado Diego Viafra, quien, luego de la masacre de
Evidentemente una persona con este historial tan sangriento difícilmente podría ser un campesino del común. Mi indignación fue suprema. Sin embargo lo que realmente me sacó de mis casillas no fue lo que dijo Isaza, sino lo que afirmó a rajatabla su apoderado: «El señor Isaza —dijo el abogado— no puede confesar ningún crimen porque padece de alzhéimer».
No podía recordar ningún crimen, pero en cambio su alzhéimer sí le permitía recordar que él era un campesino humilde y sin dinero.
Ese día, con la rabia que me quemaba la piel, llamé a un amigo que era abogado, reuní a mi familia, a mi hermano Juan Manuel, a mi cuñado Salomón Kalmanovitz y a Julia, mi mamá, y les comuniqué mi decisión:
—Quiero registrarme como víctima oficial de los paramilitares dentro de
—Si tú estás dispuesta a hacerlo, nosotros también —fue la respuesta que me dio Salomón.
Camino a mi casa, y mientras divagaba en uno de esos trancones interminables tan frecuentes en Bogotá, pensé para mis adentros: vaya paradoja la mía. Ahora que no le tengo miedo a recordar, el que no quiere recordar es mi presunto victimario.
Contada así como se las he contado, esta historia parece más fácil de lo que realmente fue. La decisión de registrarme como víctima y de aceptarme de esa forma no fue fácil. Hoy sé que en realidad me tomó casi tres años decidirme, los años que duró mi «viaje» hacia el infierno.
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