Pará es el estado de Brasil que soporta más conflictos agrarios y violencia. El sudeste paraense es un punto rojo: tiene una tasa de 72 homicidios por cada 100.000 habitantes.
También es estado muy pobre pese a sus riquezas naturales, porque el esquema impositivo está concebido para que los inversores se lleven las ganancias y dejen muy poco al fisco.
Ahora Pará está sacudido por la resistencia a la central hidroeléctrica de Belo Monte que, incluso antes de estar terminada, ha desfigurado para siempre la vida del pueblo más cercano, Altamira: la población se duplicó, se disparó la prostitución juvenil, así como la drogadicción, y los habitantes que serán afectados por la represa están en gran desamparo.
Pero estos temas casi no se tocan en los medios locales. En los días que estuve en Belém y alrededores escuché sobre medios y periodistas comprados, silenciados o amenazados.
“Nosotros somos periodistas, como ustedes”, nos dijeron las relacionistas públicas de Albras.
]]>Pero el auténtico entusiasmo y el respaldo que despertó el Consenso de Montevideo sobre Población y Desarrollo no tienen parangón.
No es fácil ver feministas felices por lo que [...]]]>
Pero el auténtico entusiasmo y el respaldo que despertó el Consenso de Montevideo sobre Población y Desarrollo no tienen parangón.
No es fácil ver feministas felices por lo que pasa en América Latina y el Caribe. Y no es que no sean gente alegre. Ellas suelen estar un paso por delante del resto de las mujeres y hombres, abriendo sendas. Y eso es duro por definición.
En Montevideo sí que las vimos. Y viene bien leer la declaración final de la Articulación de la sociedad civil hacia El Cairo+20, mucho más que grupos feministas: redes de salud, de jóvenes, de mujeres indígenas, de minorías sexuales, adultos/as mayores, migrantes, campesinas…
Por una vez los gobiernos se robaron los aplausos de la sociedad civil. Aclaremos que no regalaron nada, y que en la región subsisten tremendas deudas.
Exaltar la laicidad del Estado y sugerir que es necesario reformar las leyes sobre abortos para cumplir con las demandas, necesidades y derechos de las mujeres es una pequeña revolución.
Pero qué raro y qué bueno se sintió terminar una conferencia internacional con festejos de todos los lados.
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Toda la semana observé indignada el argumento de muchos medios de comunicación internacionales. Más doloroso fue ver el martes gente baleada y muerta en las calles por fuerzas de seguridad, como muestra este video.
El viernes ya fue desembozado: todos pudimos ver una represión sangrienta y muertos por todos lados.
El principal argumento para presentar los hechos como el último capítulo de la revolución egipcia que comenzó en 2011 fue el descontento popular con el gobierno democráticamente elegido de Mohammad Morsi, manifestado en multitudinarias protestas y seguido del nombramiento de un juez supremo como mandatario interino, y el apoyo que el golpe militar recibió de varios partidos opositores y de sectores religiosos, como la jerarquía de los cristianos coptos.
Nadie tenía paciencia para esperar y promover cambios en las urnas. Nadie estaba dispuesto a soportar las restricciones de la democracia.
El “papel civil” en el derrocamiento de Morsi fue subrayado una y otra vez. ¿Es suficiente para evitar la etiqueta de autoritarismo?
Quienes han vivido en dictaduras no tienen dudas. Y los ejemplos abundan en todo el mundo.
Como referencia, mis ejemplos más cercanos: sectores civiles, incluso partidos políticos, apoyaron a dictadores o se convirtieron ellos mismos en dictadores en varios países de América Latina en las décadas de 1960, 70 y 80.
Tan cerca en el tiempo como en 2009, la región casi se pierde en la misma neblina ante el golpe en Honduras, lo que me llevó a escribir un artículo explicando la naturaleza de un golpe de Estado.
Este año recordamos dos de esos golpes cívico-militares, que empezaron exactamente cuatro décadas atrás: el de Uruguay, que encabezó el civil y presidente elegido Juan María Bordaberry el 27 de junio de 1973; y el de Chile, bajo la cruel batuta del general Augusto Pinochet, el 11 de septiembre de 1973.
La gente todavía recuerda las muertes, desapariciones y torturas. Todos aún sufrimos las consecuencias de generaciones que crecieron en las tinieblas.
Los últimos hechos en Egipto tienen todos los ingredientes de la misma pesadilla, justo cuando ese pueblo comenzaba a soñar con la democracia por primera vez en su larguísima historia.
Los medios, no hay dudas, deberían arrojar luz y no sombras, sobre esos hechos.
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Todo empezó cuando el grupo indio Zamin Ferrous, que opera en Asia y en Brasil, decidió instalarse en Uruguay en 2007 con su filial, Aratirí.
Zamin Ferrous se dedica a explotar mineral de hierro y dice que exportará 18.000 toneladas por año, durante 20 o 30 años, y ese volumen convertirían a Uruguay en el octavo productor mundial, lugar que hoy ocupa Suecia.
Se armó revuelo. ¿Uruguay país megaminero?
Los uruguayos son gente que cree mucho en el poder de las leyes y en los acuerdos. Hubo una comisión multipartidaria que discutió el tema. Luego el gobierno envió al parlamento un proyecto de ley que regula la “minería de gran porte”, porque parece que así ha de ser, bien grande y a cielo abierto.
La ley tiene media sanción de la Cámara de Diputados y se espera que la apruebe el Senado. Pero las supuestamente elevadas cargas impositivas que, afirma el gobierno, contiene esta iniciativa, no serían tales, pues por la vía de diferentes excepciones y prácticas que el texto legal habilita, la empresa terminaría pagando menos, quizás mucho menos.
El proyecto ocupará 4.300 hectáreas y comprende cinco minas de extracción a cielo abierto (500 hectáreas), y zonas para depósito de materiales “estériles” y áreas de maniobra y logística; una planta para triturar la roca y separar el hierro; un mineroducto de 212 kilómetros de largo (que transportará una mezcla de concentrado de hierro y agua) entre la planta y un puerto exclusivo de gran calado (inexistente hoy en Uruguay) sobre la costa del Atlántico.
Pero si se considera todo el complejo, incluyendo lo que la empresa llama “zonas de amortiguación”, la extensión será de 14.505 hectáreas en dos departamentos del centro de Uruguay: Durazno y Florida.
A eso hay que sumar líneas de alta tensión (cinco nuevas, a cargo de la empresa) para alimentar todo el complejo y el puerto. La inversión anunciada es de 3.000 millones de dólares.
El mineral uruguayo es magnetita, lo que permite su separación de la roca por medios magnéticos y sin uso de químicos. Todo eso dice Aratirí.
El Movimiento por un Uruguay Sustentable (MUS) dice algo muy diferente.
Lo cierto es que la población uruguaya no ha discutido mucho el tema, más bien casi nada, pese a la campaña que lleva adelante el MUS y habitantes y productores agropecuarios de la zona que sería afectada.
Mientras, el nuevo Uruguay minero sigue en marcha. En 2012 se constituyó la Cámara de la Industria Minera del Uruguay. Una revisión de la lista de socios muestra un pequeño grupo de empresas mineras locales, y firmas en algunos casos relacionadas entre sí, con sitios web o razones sociales de unas que corresponden a otras. En la gran mayoría de los casos los volúmenes de negocios son pequeños:
En realidad, la minería existe aquí desde los tiempos de la colonia, pero siempre fue modesta. Este túnel es de una mina de oro que funcionaba en 1730 en el cerro Campanero Chico, en el departamento de Lavalleja. La explotaban los españoles con mano de obra esclava:
En cambio, las minas a cielo abierto se ven más o menos así:
]]>Casi todas van de blanco, llevan flores, carteles y fotografías de sus hijos. Claro, es el Día de las Madres. Pero estas no festejan, aunque sí hacen ruido, golpean palmas, entonan consignas y, una a una, toman un altavoz para denunciar, indignadas o entre lágrimas, la desaparición de sus hijas e hijos.
El gobierno presentó una base de datos de 26.121 personas “no localizadas”, entre 2006 y 2012. Se cuidan mucho las autoridades de hablar de “desapariciones forzadas”, crimen tipificado en sendas convenciones, americana e internacional: perpetrado por agentes del Estado y con afán de eliminar a quien molesta de algún modo al poder.
Los “agentes del Estado” protagonizan la mayoría de los hechos que me contaron las mujeres en el maternal monumento, o más tarde marchando hacia el Ángel de la Independencia bajo el sol del mediodía chilango. El patrón se repite bastante: familiares y seres queridos caen en manos de policías municipales, federales, marinos o soldados.
Sí, volví a escuchar con dolor cánticos que irrumpieron en los años 70 en Argentina (“Vivos los llevaron, vivos los queremos”; “Ahora, ahora, se hace indispensable, presentación con vida y castigo a los culpables”; “Hijo, escucha, tu madre está en la lucha”).
Pero en México hay detallito: los “agentes del Estado” entregan a esos secuestrados a particulares, grupos armados ilegales que abundan en México y que se dedican a toda suerte de negocios lucrativos e ilícitos, desde sicariato forzado hasta trata y prostitución, pasando por tráfico de órganos.
Los “agentes del Estado” hacen, en otros casos, la vista gorda mientras los secuestros suceden ante sus ojos, o “liberan” una zona para que los criminales puedan actuar a sus anchas y llevarse a veces el pasaje entero de un autobús, u obstaculizan de todas las formas posibles la búsqueda o aclaración de lo ocurrido.
¿Será que la tipificación de desaparición forzada le está quedando chica a México?
Segundo acto – 17 de mayo: Jorge Rafael Videla muere en prisión. Su cara enjuta de oficinista anodino iba bien con aquella frase, “Yo nunca maté a nadie”. Pero Videla, el más visible de una banda de comandantes militares que reinaron entre 1976 y 1983 en Argentina, es responsable de miles y miles de desapariciones forzadas, entre otros crímenes.
La justicia fue sinuosa con él. Cuando terminó la dictadura, un proceso histórico lo condenó a prisión a perpetuidad. Pero él y sus camaradas la pasaron bastante bien en un penal militar hasta que en 1990 un gobierno democrático tuvo a bien indultarlos. Videla estuvo libre hasta 1998, cuando volvió a la cárcel, acusado de robo y sustracción de identidad de niñas y niños nacidos durante el cautiverio de sus madres.
En 2010, ya liquidados los indultos y dos leyes que tenían carácter de amnistía, le cayeron a Videla otras condenas y procesos. Y hasta su muerte tenía casos abiertos. Fue reconfortante que muriera así, en una cárcel común.
Tercer (pero no último) acto – 20 de mayo de 2013: La Corte de Constitucionalidad de Guatemala anula la sentencia contra el exdictador Efraín Ríos Montt, días antes condenado a 80 años de prisión por genocidio de miles de indígenas mayas y crímenes contra la humanidad en los años 80. El tribunal anuló el último tramo del juicio, alegando que no se respetó el debido proceso.
En la etapa acusatoria se sostuvo que en el corto lapso de su gobierno (marzo de 1982 – agosto de 1983) murieron al menos 1.771 personas, se cometieron 1.485 violaciones de mujeres adolescentes y 29.000 personas fueron desplazadas a la fuerza de sus hogares. Todo un récord.
Por algo es el primer exdictador latinoamericano al que le cae una condena por genocidio.
La guerra civil guatemalteca fue más larga, duró 36 años, y dejó más de 200.000 muertos y desaparecidos, la gran mayoría indígenas.
Ríos Montt no puede cantar victoria, porque el juicio debe reanudarse. Videla muere, preso y condenado. Y para las madres de México, la historia recién empieza.
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